“Una mano pequeña y frĂa me acariciĂł la mejilla.
—No pasa nada —dijo Auri en voz baja—. Ven aquĂ.
EmpecĂ© a llorar en silencio, y ella deshizo con cuidado el apretado nudo de mi cuerpo hasta que mi cabeza reposĂł en su regazo. EmpezĂł a murmurar, apartándome el cabello de la frente; yo notaba el frĂo de sus manos contra la ardiente piel de mi cara.
—Ya lo sé —dijo con tristeza—. A veces es muy duro, ¿verdad?
Me acariciĂł el cabello con ternura, y mi llanto se intensificĂł. No recordaba la Ăşltima vez que alguien me habĂa tocado con cariño.
—Ya lo sĂ© —repitió—. Tienes una piedra en el corazĂłn, y hay dĂas en que pesa tanto que no se puede hacer nada. Pero no deberĂas pasarlo solo. DeberĂas haberme avisado. Yo lo entiendo.
Contraje todo el cuerpo y de pronto volvĂ a notar aquel sabor a ciruela.
—La echo de menos —dije sin darme cuenta. Antes de que pudiera agregar algo más, apreté los dientes y sacudà la cabeza con furia, como un caballo que intenta liberarse de las riendas.
—Puedes decirlo —dijo Auri con ternura.
Volvà a sacudir la cabeza, noté sabor a ciruela, y de pronto las palabras empezaron a brotar de mis labios.
—DecĂa que aprendĂ a cantar antes que a hablar. DecĂa que cuando yo era un crĂo ella tarareaba mientras me tenĂa en brazos. No me cantaba una canciĂłn; solo era una tercera descendente. Un sonido tranquilizador. Y un dĂa me estaba paseando alrededor del campamento y oyĂł que yo le devolvĂa el eco. Dos octavas más arriba. Una tercera aguda y diminuta. DecĂa que aquella fue mi primera canciĂłn.
—Nos la cantábamos el uno al otro. Durante años. —Se me hizo un nudo en la garganta y apreté los dientes.
—Puedes decirlo —dijo Auri en voz baja—. No pasa nada si lo dices.
—Nunca volveré a verla —conseguà decir. Y me puse a llorar a lágrima viva.
—No pasa nada —dijo Auri—. Estoy aquĂ. Estás a salvo.”
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