La mujer se asomó al andén:
—¡Oiga! ¿Es normal que el baño esté cerrado antes de salir?
La asistente apretó los labios. Al tren se va cagao y meao. Extrajo la llave maestra de su bolsillo y forcejeó con la puerta.
El cadáver los miró con ojos asombrados.
El monte sobre la A31 carece de vegetación que oculte a los dos hombres que se afanan con las palas. Dos sombras oscuras con un bulto a sus pies.
—Te dije que Villena no era un buen sitio para ocultar un cadáver —resopló el más alto.
Era una noche fabulosa. Disfrutaba corriendo por la orilla. Sonreía a los corredores ocasionales con los que se cruzaba y estos le devolvían el saludo.
Salvo el último, que se acercó como para abrazarlo. Un ligero empujón y cayó en la arena. Se sintió débil...
La gorra rosa de una de las gemelas voló arrastrada por la brisa y la niña corrió tras ella con su coletita rubia. Mientras, su hermana amontonaba arena junto a su madre sin decidir aún si construía un castillo o un flan.
—Mira, mamá. Papá nos ha encontrado.
Como cada mañana, Samuel recorrió la playa con el detector de metales. El aire silbaba al pasar por la atracción infantil. Ese era un buen sitio para que los padres perdieran cosas.
El cuerpo enredado sonaba al agitarse contra el mástil
Era la hora en que la luz aún es gris. Corría por el borde de la playa acompañada por el rumor del mar. Un gemido le hizo perder una zancada. Sospechó de algún borracho, como los que el otro día la asustaron, y huyó.
El hombre encogido en la arena boqueó y tosió sangre.
Entró tras él en la tasca. La barra estaba atestada de público reclamando sus bebidas o pendiente de la tele. A sus pies, una mezcla de cáscaras de cacahuetes y gambas. Se abrió camino con los codos y hundió el estilete con precisión quirúrgica. Cayó al suelo mientras aplaudían un gol.
Se le acercó por la espalda empuñando el estilete. El kiosquero, alertado por los pasos en la gravilla, le rajó la cara con el cuter con el que desempaquetaba libros.
Huyó dejando un rastro de sangre y frustración.
Paseaba por el pinar enarbolando su reflex a la búsqueda de la mejor instantánea. Enfocando unas aves lejanas captó algo que no debía: unos hombres removían la tierra en uno de los barrancos.
Lo encontraron sin la cámara.
Se ayudaba con un largo palo para remover entre los arbustos. No era una mañana muy productiva, los espárragos se resistían a aparecer.
Le extrañó el envoltorio amarillo.
Ahogó un grito cuando el palo descubrió una mano amoratada y con las uñas rotas.
Llovizna. El suelo brilla. La sangre del hombre que se aprieta el abdomen se confunde con el agua aceitosa de los charcos.
Finalmente trastabilla y cae. La vida se le escurre. A lo lejos se diluye el sonido del motor de un coche.
—¿Veinte mil sólo por no repasar esa sujeción?
—Así de fácil.
—Podría ocurrir un...
—... Accidente —completó el hombre con aspecto de gángster—. Sí. Podría.
El trabajador salió de la obra hurgando en sus bolsillos.
Se cruzó con un lujoso coche.
Los cristales de hielo dan un aspecto irreal a la figura que se encorva en un banco del parque. Sólo la farola que parpadea sobre ella parece darse cuenta del rictus de dolor que muestra su cara y del pequeño charco de sangre a sus pies
#CuentosAntracita
(A)
Aceptó el encargo con fastidio. Conocía a la víctima y no merecía que le hundieran el puñal en las tripas. Limpiaba el arma cuando notó la presencia del otro sicario. No pudo hacer nada contra el revólver.
(B)
Aceptó el encargo con cierto placer. Conocía a la víctima y no le importaba convertirse en su destino. Esperó a que cumpliese su misión para iniciar él la suya. No pudo hacer nada contra su revólver.
Hace frío. Un corredor suelta volutas de vaho. El hielo se ha depositado en los techos y parabrisas de los coches ocultando su interior
Todos son ajenos al hombre con la bala en el pecho sentado en el asiento del conductor
#CuentosAntracita
Como cada mañana, la mujer del kiosko le saludó con una sonrisa cuando le extendió un billete a cambio del periódico y el tabaco. Sus ojos, sin embargo, se desviaron hacia la gota de sangre que adornaba el puño de su camisa
Ahí estaba. Las manos empotradas en los bolsillos del abrigo y los auriculares en sus oidos. Se preguntó qué estaría escuchando.
Le pasó por encima sin apenas esfuerzo, sólo un golpe y un botecillo.
El coche de la policía local patrullaba las calles silenciosas. La luz azul resbaló sobre los coches aparcados y se detuvo fugazmente en el hombre agazapado tras la marquesina del bus.
Limpió su cuchillo y se alejó
#CuentosAntracita
El conductor de la furgoneta no miró los espejos al cambiar de carril en la M50. Para esquivarla, otra furgoneta hizo un gito brusco y cayó a una acequia.
Su portón, al abrirse, derramó varios cuerpos en el campo.
Finas nubes borran la Luna convirtiéndola en apenas una mancha. El ruido de los escasos coches al pisar las chapas de metal de una obra cercana tapan los gemidos del hombre cuyas tripas escapan entre los cubos de basura.